dilluns, 3 de setembre del 2007

Hija de Gaia

Llevaba toda la semana esperando el domingo. Papá y mamá me habían llevado a casa de los abuelos como muchos otros fines de semana. Vivían en un piso de un barrio de Ferrol desde donde podías ver el mar y te llegaba el olor del salitre. Era una casa muy especial, tenía el poder de que uno se sintiera querido. Aquel olor de las manzanas al horno que mi abuela nunca se cansaba de prepararme o del membrillo recién hecho que descuidadamente se dejaba en el estante de la nevera que aún estaba a mi alcance. Yo sabía que no era un descuido real pero me divertía la expresión de asombro que siempre veía cada vez que se fijaba que el membrillo iba desapareciendo. Tenía bastante cuidado de que fuera un proceso lento, que no se notase demasiado. Era un juego muy divertido en el que al final la abuela se preguntaba sorprendida quien podría haber sido el que se había comido el membrillo y yo confesaba entre risas.

Los domingos, sin embargo, nunca comíamos en casa. A mis abuelos les gustaba mucho salir a algún restaurante conocido con aspecto hogareño y con unos dueños que siempre se mostraban amables y risueños. Normalmente íbamos al Horreo o al Belelle al lado del río pero aquel domingo iríamos a uno al que no había ido antes. El viaje en coche pasaba entre canciones antiguas de discoteca y algunas lambadas o sambas, mientras bailaba en mi asiento y cantaba los fragmentos que recordaba de otras veces.

El restaurante se parecía mucho a los otros que solíamos visitar. El techo era bajo y de la pared colgaban aparatos extraños, aunque algunos me resultaban conocidos. Había una horquilla como la que los otros abuelos que vivían en el campo utilizaban para recoger la hierba y dársela a los animales. La abuela me explicó para qué servía cada una de aquellas cosas y como las llamaban los campesinos y pescadores de la zona. El mar y la tierra siempre me habían parecido dos cosas totalmente distintas y había llegado a suponer que no acababan de gustarse entre ellos. Eran tan distintas…mi hermano y yo éramos distintos y siempre nos estábamos peleando, el resto debería ser igual supuse.

Comer con los abuelos siempre era divertido. La abuela intentaba que te acabaras la comida del plato antes de que salieras corriendo para ir a investigar la zona, mientras el abuelo se pasaba el rato intentando que no comieras deprisa, utilizaras todos los cubiertos que te ponían y te ayudaras de un trozo de pan para ir comiendo. Al final acababa comiendo rápido cuando no me miraba el abuelo y entre las risas de mi abuela que no se esforzaba en disimular.

El paseo, después de tanto tiempo esperando, me parecía espléndido. Estábamos en el puerto de una pequeña villa costera cerca de Ares. Hacia viento y los pelos insistían en seguir una extraña danza en compañía de las ráfagas que venían del mar. El agua se veía demasiado tranquila para hacer tanto viento. El abuelo había dicho que estaba bajando la marea y creí que era una buena explicación. La abuela se había adelantado hasta el borde del espigón y se había quedado parada con una cara de tristeza. Recordé el día que había visto aquella misma cara, cuando aquella ballena, que a pesar de ser gigante la abuela dijo que era una cría, se había quedado dormida en la playa. Yo había intentado empujarla hasta el agua pero no se había querido mover. Creí que era mejor no decir a la abuela que no estaba dormida.

Esta vez lo que pude ver tampoco me gustó. Las rocas estaban negras y el mar también. Aquellos peces que movían las olas no parecían dormir. Miré a la abuela y ella intentó sonreír mientras explicaba que era el chapapote que los hombres transportaban en barcos. Ya había oído aquellas palabras antes y supe que no era la primera vez que sucedía algo así.

…Aun me veo allí llorando por aquellas rocas y peces sin familia. Por eso el viento soplaba tan fuerte, alimentado por el dolor y el rencor mientras el mar estaba de un luto no elegido. No fue la última vez que el mar se volvió negro pero después ya no lloraba sola y eso me daba esperanza.

Con solo una lágrima no podría borrar aquella negrura, necesitaba más gente capaz de derramar lágrimas producidas por el dolor de la injusticia. Pues con cada una de ellas desaparecería un poco del manto negro que asfixiaba mi tierra y cubría mi mar.


Dedicado al Mar y a la Tierra que me vieron crecer...